Las vidas de las personas pudientes en los países ricos y pobres del mundo se ven enriquecidas por el acceso abundante a energía, que provee luz, alimentos frescos y agua potable, impulsa diversas tecnologías y permite controlar la temperatura.
La energía abundante transforma nuestras vidas, haciendo el trabajo de cientos de sirvientes: sin refrigeradores, tendríamos que encontrar comida fresca todos los días, los anaqueles de las tiendas estarían medio vacíos, y muchos alimentos se echarían a perder antes de poder comerlos (una de las razones por las cuales, en 1930, el cáncer de estómago era el principal tipo de cáncer en Estados Unidos). Sin fertilizantes sintéticos (que se producen casi por completo a partir de combustibles fósiles), estaría en peligro la mitad del consumo de alimentos del mundo. Sin cocinas y calentadores modernos, tendríamos que recoger leña, y correríamos el riesgo de intoxicarnos en nuestras casas por la mortal contaminación del aire. Y sin camiones, barcos y máquinas que funcionan con combustible, casi todo el trabajo pesado tendrían que hacerlo los seres humanos.
En todo el mundo, los combustibles fósiles producen dos tercios de toda la electricidad, mientras que la energía nuclear y la hídrica producen otro 27 por ciento. Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), la energía solar, eólica, de las olas y la bioenergía producen apenas el 9,8 por ciento de la electricidad de la Ocde, y esto es posible solo con enormes subsidios, cuyo total acumulado este año ascendió a más de 160.000 millones de dólares. Hasta la ultraecológica Alemania todavía produce más de la mitad de la electricidad con combustibles fósiles.
Pero hay en Occidente un preocupante movimiento que busca convencer a los 1.100 millones de personas que todavía carecen de estos innumerables beneficios de que se abstengan de conseguirlos. Una idea recurrente dice que en vez de sucias centrales de energía de carbón, los países pobres deben “saltar” derecho a fuentes de energía más limpias, por ejemplo, el uso de paneles solares autónomos (sin conexión a una red eléctrica). Avalan esta idea donantes influyentes (incluido nada menos que el Banco Mundial, que ya no financia proyectos de energía basados en el carbón).
La motivación subyacente es comprensible: la necesidad de hacer frente al calentamiento global. Es crucial que en algún momento se abandonen los combustibles fósiles, y se necesitan innovaciones para hacer que la energía verde sea barata y confiable. Pero dirigir este mensaje a los pobres del mundo es hipócrita y peligroso. Si bien los combustibles fósiles contribuyen al calentamiento global, también aportan prosperidad, crecimiento y bienestar.
Entre energía y pobreza hay una clara conexión directa: cuanto más haya de lo primero, menos habrá de lo segundo. En un estudio realizado en Bangladés se comprobó que la electrificación mediante red tiene efectos positivos significativos sobre el ingreso y el gasto de los hogares y sobre la educación. Los hogares electrificados experimentaron un incremento de hasta el 21 por ciento en los ingresos y una reducción de la pobreza igual a 1,5 por ciento cada año.
La dependencia del carbón no se terminará en un futuro cercano. Aunque no lo queramos, sigue siendo una de las fuentes de energía más baratas y confiables: la AIE calcula que de aquí a 2040 el carbón seguirá siendo más barato, en promedio, que la energía solar y eólica, incluso con un impuesto al carbono importante.
En los últimos dieciséis años, casi todas las personas que obtuvieron acceso a la electricidad lo hicieron mediante conexiones a redes, que en la mayoría de los casos obtienen la energía de combustibles fósiles. Pero según los donantes, muchos de los 1.100 millones de personas que todavía carecen de electricidad deberían en vez de eso probar a usar paneles solares.
En comparación con la expansión de redes eléctricas, que es costosa, la instalación de una celda solar autónoma es muy barata. Pero para el receptor es un pobre sustituto, que solo ofrece energía suficiente para mantener encendida una bombilla y recargar un teléfono móvil. Es mejor que nada, pero muy poco. La AIE prevé que cada uno de 195 millones de usuarios de energía solar autónoma obtendrá solo 170 kWh al año (la mitad de lo que usa un televisor de pantalla plana estadounidense en un año).
No debería sorprender entonces que en el primer estudio riguroso que se publicó sobre los beneficios de los paneles solares se haya encontrado que la obtención de un poco más de electricidad no tuvo un impacto medible en las vidas de sus usuarios pobres: estos no aumentaron los ahorros o el gasto, no trabajaron más ni crearon más empresas, y sus hijos no estudiaron más.
Nada de qué extrañarse: 170 kWh no es lo que se dice un acceso real a electricidad. Este nivel de generación autónoma de energía no basta para electrificar una fábrica o una granja, así que no puede reducir la pobreza o crear empleos. Y tampoco ayuda a combatir la principal causa ambiental de muerte en el mundo: la contaminación del aire doméstico, provocada sobre todo por la quema de leña, cartón y estiércol en fuegos descubiertos, y causante de 3,8 millones de muertes al año. En los países ricos esto no pasa, porque para hacer funcionar cocinas, hornos o calentadores se usa energía de red; pero los usuarios de paneles solares autónomos seguirán padeciendo, porque la energía solar es demasiado débil para esos usos.
En 2016, la ministra de Finanzas nigeriana denunció la “hipocresía” de Occidente al tratar de impedir que África use el carbón para resolver sus faltantes de energía. “Tras contaminar el medioambiente por cientos de años”, dijo la ministra, “ahora que África quiere usar carbón, nos lo niegan”.
Un estudio del Consenso de Copenhague referido a Bangladés halló que la construcción en este país de nuevas centrales de energía de carbón puede llegar a generar un daño climático global equivalente a unos 592 millones de dólares en los próximos quince años. Pero los beneficios de la electrificación, derivados del incremento del crecimiento económico, serían casi 500 veces más: 258.000 millones de dólares (más que el PIB del país en un año). En 2030, el bangladesí medio estaría un 16 por ciento mejor.
Negarle a Bangladés este beneficio en nombre de combatir el calentamiento global implica concentrarse en evitar 23 centavos de costo climático global por cada 100 dólares de beneficios del desarrollo negados a los bangladesíes; y esto en un país donde se calcula que los faltantes de energía cuestan un 0,5 por ciento del PIB, y donde cerca de 21 millones de personas sobreviven con menos de 1,25 dólares al día.
No hay elección: debemos combatir la pobreza energética y también remediar el cambio climático. Pero para eso se necesita un inmenso incremento de la investigación y desarrollo en energía verde, a fin de que en algún momento las fuentes de energía limpias sean más competitivas que los combustibles fósiles. Y esto implica reconocer que es hipócrita que los más ricos, que nunca aceptarían sobrevivir con migajas de energía, pidan eso a los más pobres.
Fuente: eltiempo.com
Bjørn Lomborg
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