Colombia es uno de los países con mayor riqueza hídrica del mundo. Según la Conferencia de los Sistemas de Distribución de Agua (WSDA, por sus siglas en inglés), nuestros ríos producen anualmente 50.000 metros cúbicos por persona. De esa cifra, el desperdicio del recurso es del 48%, es decir, que casi la mitad del agua que se captura, se pierde. Es así como 3,1 millones de colombianos no tienen acceso y en el Atlántico y el Pacífico están las regiones con mayor población carente del servicio.
Por otro lado, el Estudio Nacional del Agua, elaborado por el Ideam, muestra que de la oferta hídrica en Colombia, se destina el 54,0 para uso agrícola; el 6,2%, para uso pecuario (bovinos, porcinos y aves), y sólo el 4,4% para la industria. Es más, en la agricultura es donde más se produce el desperdicio del agua ya que la ineficiencia de riego, es de 35% para la suma de cultivos, sin incluir el arroz, riego cuyo factor de ineficiencia es de 83%
Cuando se miran esas cifras, surge la pregunta de qué tan cierta es la arenga popular que se usa para hacer oposición a proyectos extractivos mineros y petroleros, afirmando a voz en grito: “el agua vale más que el oro”. Pareciera que sólo se queda en eso, en una frase de campaña con mucha forma y poco o ningún contenido. Una expresión verbal activista para ganar capital político y movilizar masas con una causa sin fundamento.
Si el agua es tan valiosa, ¿por qué la derrochamos? ¿Por qué no la usamos eficientemente? ¿Por qué seguimos contaminando los ríos depositando en éstos 756 toneladas por año de materia orgánica y 918 toneladas de sustancias químicas? ¿Por qué dejamos que extracción ilegal de oro contamine los ríos dejándole a cambio 205 toneladas anuales de mercurio?
La minería, con las técnicas existentes hoy, hace un uso eficiente del agua —de hecho la de oro recircula el 90% de la misma—, cuida los ecosistemas y, por tanto, las fuentes de agua, para que el recurso hídrico se mantenga. Es más, de la oferta hídrica existente en Colombia, la actividad minera y petrolera no usan siquiera el 2% de la misma. Si esto es así, ¿cómo puede una sola actividad acabar con el agua, cuando el resto de las actividades humanas, que no tienen estricto control y vigilancia, no la han acabado, a pesar de la dilapidación y contaminación que hacen de la misma?
Pero, contra los argumentos surgen las afirmaciones tendenciosas de campaña para movilizar a aterrados habitantes. “El oro no se come”, dicen. Y sí, lo que hace que el oro mantenga su valor es que no se come, porque esa no es su finalidad. Como tampoco se come la casa donde habitamos, pero la necesitamos, o la ropa para vestirnos.
Aun así, un gran número de los que arengan han logrado convertir esta actividad en su manera de ganarse la vida, bien pagos además, viajando en aviones y carros que se mueven con el petróleo que ellos no quieren que se extraiga, y comunicándose con los celulares que funcionan gracias al oro que tampoco quieren que se explote. Y esta es la gran paradoja: mientras que la minería cuida de las fuentes hídricas y no hace operaciones en donde haya grandes riesgos de contaminación, las mayoría de los que arengan en contra de la minería dilapidan el agua y no hacen nada real y efectivo para cuidarla.
En conclusión, para la minería, el agua vale más que el oro; para los fanáticos recalcitrantes, bien pagos para enardecer muchedumbres, el oro vale más que el agua, pues su entusiasmo y activismo es directamente proporcional a la compensación recibida.
Por Jhan Rivera
Director Asociado MONODUAL
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