En tiempos de consultas mineras revive el debate acerca de la importancia del oro en el ecosistema. En el país de la biodiversidad, donde los procesos orgánicos son tan abrumadores, la presencia, abundancia y circulación de este metal pareciera una prueba del maligno a la sociedad, un desafío permanente a la capacidad de la cultura de encontrar el lugar adecuado para todas las cosas. El oro, un elemento químico proveniente de las estrellas como todos los demás, acabó siendo el motor de las luchas planetarias y ninguna sociedad se libera hoy de su influencia, pues por su propia distribución y naturaleza se constituyó en el dispositivo por excelencia para representar el equilibrio entre abundancia y escasez.
En la novela clásica “Dune”, de Frank Herbert, una civilización evoluciona en un mundo casi sin agua, lo que determina que esta adquiera el máximo valor material y simbólico: llorar por una persona es considerado el acto de amor supremo. Para los pueblos prehispánicos, el oro era importante pese a ser inútil en sus tecnologías, lo que demuestra que su inserción en la trama social de las culturas no es un hecho fortuito. La coevolución de los significados con las lógicas materiales del territorio también define el valor relativo de las cosas y por tanto no podemos argumentar que el oro no debería valer nada, como ingenuamente algunos piensan con el deseo, dada la evidencia de sus efectos en la distribución del poder. Olvidan que la construcción simbólica del valor, algo que nadie controla en su totalidad, es un elemento esencial del funcionamiento de los ecosistemas con gente, como HT Odum planteó en sus textos seminales acerca del ambiente, la energía y la sociedad.
El oro vale y mucho. Fue tan importante entre los pueblos indígenas de Colombia que se convirtió en el fundamento de su vida ceremonial, la representación del sol en la Tierra y se le consideró responsable del equilibrio tectónico, el amarre de las montañas, la conexión suprema entre el poder telúrico de las cosas y el político de las personas. Gerardo Reichel nos legó esa perspectiva en los textos en que describió el vínculo entre el chamanismo, el oro y el jaguar, una integración de la perspectiva socioecológica de los sistemas humanos para volver a leer. Marvin Harris, otro insigne y controversial antropólogo, propuso que la noción misma de sacralidad provenía de la necesidad colectiva de construir dispositivos reguladores del comportamiento frente a la complejidad de la realidad y nos explicó cómo las vacas llegaron a convertirse en sagradas para los hinduistas, un fenómeno que poco a poco reverbera a escala planetaria con la consagración del vegetarianismo como única dieta globalmente sostenible a la vez que moralmente legítima. Vale tanto ese oro que la iglesia católica buscó inmovilizarlo en los altares para evitar que siguiese siendo objeto de rapiña, un gesto controversial ideológicamente, pero que permitió mantener el vínculo entre lo sagrado, lo colectivo de la espiritualidad y el poder político.
No hay que ser ingenuos entonces en el debate de la minería, pues es la singularidad de la cultura humana la que define a través de la historia el lugar de las cosas, en medio de las controversias adaptativas de su propia multiplicidad: lo que fue local ya no puede volver a serlo, pues la manera de continuar como especie a escala planetaria aún retiene un rol para el “vil” metal. Al fin y al cabo, también proviene del sol, como la fotosíntesis y el ciclo del agua.
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